viernes, 24 de mayo de 2013

Tempus Fugit

(Sobre Las lágrimas de San Lorenzo, de Julio Llamazares, presentada por Ramón Acín en la librería Los Portadores de Sueños el 26 de abril)



Las lágrimas de San Lorenzo es una novela sobre los recuerdos y sobre el paso del tiempo. Bajo esta premisa, uno de los aciertos de Julio Llamazares ha consistido en elegir para su protagonista la profesión de lector de español en universidades extranjeras, porque el carácter errante de este personaje central, que va cerrando etapas vitales sin solución de continuidad, refuerza la idea de transcurso del tiempo.  Claro que para tal finalidad, Llamazares también podría haber elegido a un corresponsal, o al ejecutivo de una multinacional, incluso a un diplomático... ¿Por qué eligió al lector de español?

Es el mismo autor quien nos lo desvela en Los Portadores de Sueños. Al parecer, de joven él estuvo a punto de conseguir una de esas plazas de lector, posibilidad que finalmente se frustró. Sin embargo, siempre ha imaginado qué hubiera sido de su vida en caso de haberla conseguido. Muchas veces las novelas nacen de este tipo de preguntas: ¿Qué hubiera pasado sí…?, ¿cómo hubiera sido mi vida en caso de…?

Pero cuando Ramón Acín o alguien del público tienden a comparar al protagonista con el autor, o al hijo de aquél con el de Llamazares, el novelista es rotundo: el protagonista o su hijo son personajes de ficción, que nadie se confunda, y a continuación esboza una sonrisa de "deicida".

En cualquier caso, lo importante para el tema de la novela es ese carácter errante del lector de español, que parece dividir su vida en capítulos: la infancia y la juventud entre Bilbao e Ibiza; la madurez entre Rumanía, Francia, Suecia, Portugal… Cada uno de esos capítulos vitales se convierte en un compartimente estanco que una vez cerrado pertenece al recuerdo y tiende a acentuar la sensación de fugacidad del tiempo, así como la pérdida de los lugares o de los seres queridos que lo habitaron.

Como eje argumental, la novela narra la noche de San Lorenzo ibicenca en que el protagonista y su hijo Pedro salen a contemplar la lluvia de estrellas; al igual que hiciera aquél con su propio padre. Es importante resaltar que ese hijo es casi fruto del azar, bien podría no existir. Con la madre, llamada Marie, el protagonista mantuvo una relación de tres años, de la cual sólo el niños se libra de convertirse en un mero recuerdo.

Julio Llamazares perfila muy bien en Las lágrimas de San Lorenzo la disyuntiva entre “recuerdos” y “tiempo”. Para el autor, los recuerdos equivalen a la memoria, a esos instantes de la vida grabados en la mente de cada uno y que se extinguirán con nosotros. Frente al carácter finito de los recuerdos, el tiempo representa lo infinito, las vidas que se van sucediendo más allá de nuestra memoria: Cual la generación de las hojas, así la de los hombres, según rezan los versos de Homero citados por Llamazares. O también los versos de Catulo: Los soles pueden ponerse y salir de nuevo. / Pero para nosotros, cuando esta breve luz se ponga, / no habrá más que una noche eterna / que debe ser dormida… Con la pregunta que cierra la novela, el autor parece enunciar una suerte de espiritualidad laica: ¿Será Dios el tiempo?, se cuestiona.

Al término de la presentación la gente agolpada en la librería y en la minúscula acera de la calle Blancas, se arremolina en torno al autor. Muchos llevamos en las manos, no sólo Las lágrimas de San Lorenzo, sino también algún que otro ejemplar amarillento de sus anteriores novelas. No en vano, el autor es muy querido en Aragón desde que escribiera La lluvia amarilla ambientada en un pueblo desaparecido de Huesca. Pero no es este el único motivo, a mi juicio, de la popularidad de Llamazares. Otro quizá sea el lenguaje empleado en sus novelas, un lenguaje cuidado al extremo pero sencillo al mismo tiempo, ideado para ser entendido casi por cualquier lector

Yo he traído una Lluvia amarilla de los ochenta y, de pronto, oigo a una señora detrás de mí quejarse al marido: ¡Hay que ver, vienen de casa con toda la estantería! La señora es bajita, viste abrigo de paño y aferra con ambas manos un bolsito sin asas Cuando el autor finalmente me dedica sus libros, compruebo con estupor como la señora airada se torna en señora sonriente y saca del bolso una Luna de lobos amarillenta…

¿Por qué he titulado este artículo, Tempus Fugit? La novela de Llamazares me ha recordado a mis abuelos. Al igual que muchos otros abuelos, supongo, ellos tenían un reloj de pared de la marca Tempus Fugit, la cual aparecía grabada sobre una chapa metálica. Durante mi adolescencia, el tic tac de aquel reloj me resultaba tan solemne como molesto. No había ni una sola habitación de la casa en la que no se escuchara. Había estado allí, en medio del comedor, desde que yo era niño. Hace ya siete años que mis abuelos fallecieron, pero el molesto, el solemne tic tac sigue sonando. 






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