lunes, 10 de junio de 2013

Una novela de Use Lahoz

(Sobre El año en que me enamoré de todas, de Use Lahoz, presentada por Juan Bolea y Ricardo Lladosa en la Feria del Libro de Zaragoza el 6 de junio)



La primera noticia que tuve acerca de Use Lahoz fue la crítica de Ricardo Senabre a Los Baldrich, publicada en enero de 2009. Andaba buscando novelas recientes sobre sagas familiares y, según Senabre, la de Lahoz abarcaba tres cuartos de siglo de una familia de la burguesía catalana. Utilizaba como modelo La ceniza fue árbol, de Ignacio Agustí –cuya Mariona Rebull acababa de leer–, pero introduciendo novedades en cuanto al planteamiento.

Recuerdo que leí la novela aquel verano de 2009, en la terraza de un apartamento de Calafell, y fue para mí un hallazgo. En efecto, me pareció que Use Lahoz revitalizaba ese subgénero decimonónico: las novelas de sagas familiares, y así se lo hice saber en una carta dirigida a la editorial Alfaguara.

Debo confesarlo, pensé que mi misiva sería como un mensaje lanzado al mar en una botella… pero para mi sorpresa, al mes de enviarla recibí un mail de Use en el cual, tras agradecer mis parabienes, escribía: Me alegra saber que vives en Zaragoza, tengo familia allí y grandes amigos. En abril tendré que ir, pues la editorial Prames publica mi nuevo poemario. Así que si te parece bien, cuando vaya te aviso.

La visita de Use a Zaragoza tuvo lugar finalmente el 1 de junio de 2010 (según mi bandeja de entrada). Busqué un sitio próximo a la FNAC -lugar de la presentación-, que tuviera algo que ver con el ambiente de Los Baldrich, y no encontré otro mejor que el Gran Café Zaragoza, ubicado en la calle Alfonso I, en la antigua joyería Aladrén: un local modernista que evocaba el ambiente burgués de la novela.

Aquella tarde hacía calor, recuerdo, y conforme me aproximaba al lugar reconocí al escritor. Sentado a una mesa de la terraza repasaba un cuaderno Moleskine con las notas de lo que debía decir. Al poco de saludarnos me aclaró lo de su familia zaragozana. Él era barcelonés, pero su madre había nacido en un pueblecito de los Monegros llamado La Almolda.

No puede ser... -exclamé-. Mi abuelo había ejercido la medicina en ese pueblo durante más de veinte años, de 1950 a 1970, más o menos. Igual de sorprendido, Use cogió el móvil y llamó de inmediato a su madre. ¡Sí, claro, ella se acordaba perfectamente del médico, de don David! Qué fuerte, qué coincidencia –repetía Use–. Yo evoqué los años cincuenta e imaginé  a mi abuelo mucho de joven, introduciendo una cucharilla de postre en la boca de una niña para comprobar si tenía anginas. La niña era la madre de Use…

A continuación hablamos de nuestras vidas, él me contó que recorría el mundo escribiendo crónicas de viajes para El País, residiendo en los más diversos lugares. Mi vida, en cambio, no podía ser más local: trabajo en Zaragoza, estoy casado, hipotecado y con dos hijos pequeños. Envidié su vida viajera llena de experiencias. Él, en cambio, envidió mi estabilidad. Está pensando, quizá, en comprar un piso, en estabilizarse -me confesó.

Mi siguiente encuentro con el autor fue en febrero de 2011, con motivo de la presentación de su siguiente novela, La estación perdida, a cargo de Manuel Vilas. En esta nueva obra, Use volvía a abordar su tan querido tema de las sagas familiares, pero no desde la perspectiva de la burguesía sino más bien desde la de la clase trabajadora. Se describía profusamente Zaragoza como “la capital”.

Y el asunto de las sagas familiares termina por colarse de nuevo en El año en que me enamoré de todas, la nueva novela de Use que presento junto con Juan Bolea en la Feria del Libro de Zaragoza. En efecto, aunque los temas fundamentales de El año en que me enamoré de todas sean la juventud y la amistad, su autor inserta una novela dentro de la novela titulada Abierto por amor, que es en realidad un manuscrito encontrado por el protagonista, Sylvain Saury, en el ascensor de su casa, y que relata la vida de tres generaciones de una familia de pasteleros: los Fournier… 

Estamos en 2005, Sylvain acaba de llegar a Madrid enviado por un periódico francés para escribir crónicas sobre la vida en la capital. Ha vivido antes en Montevideo, en Roma, en Hamburgo… y llega a Madrid con la esperanza de recuperar, quizá, el amor de Heike, una antigua novia alemana de la cual se enamoró en Florencia y que ahora trabaja como arquitecta. Pero la vida madrileña de Sylvain se llena pronto con un montón de viejos y nuevos amigos: Jacobo, Iria, Néstor, Belén… Madrid es una fiesta para Sylvain, quien escribe sus crónicas “como puede”, desde el café Pepe Botella en la plaza del Dos de Mayo.



Mientras atravesaba las páginas de la novela no podía sentirme más identificado con su protagonista… Me fui de Erasmus a Holanda, al igual que Sylvain se fue a Italia o Use a Portugal. Y al igual que Sylvain y Use trabajaron en Madrid, yo empecé allí mi andadura profesional, y cuando salía del trabajo, al igual que ellos, quedaba con los amigos en el café Barbieri de Lavapies, o en la plaza de Santa Ana, o en el café de Ruiz. Organizaba fiestas en mi piso compartido a las que asistían Rafa, Ana, Pablo, Virginia, Félix…, las cuales acabaron, en alguna ocasión, con la presencia de la policía local.

Hacia la mitad de esta novela intensa que es El año en que me enamoré de todas, Sylvain conversa con uno de sus vecinos, el empresario pastelero Metodio Fournier, de quien admira su estabilidad: él tiene domicilio fijo en Madrid, está casado, tiene una hija… Sylvain, en cambio, siente no tener nada más allá de sus amigos y sus experiencias viajeras. A Metodio le sucede lo contrario: él, aunque esté contento con su trabajo de pastelero, echa de menos una vida aventurera como la de Sylvain. 

En la presentación Juan Bolea advierte que Use ha encontrado ese punto que hace su novelística distinta, ese estilo propio que debe tener todo buen narrador… Y yo coincido con el escritor y periodista aragonés: en efecto, la narrativa que practica hoy Use resulta singular: una narrativa cuasi decimonónica y dickensiana.

Lahoz es torrencial y digresivo, su principal preocupación no es el “gran estilo” ni la “bella frase” sino, más bien, contar historias cargadas de emotividad. Sus novelas abundan en personajes y tramas que se entrecruzan entre sí y recorren distintas épocas vitales. En una sola página puede haber un salto temporal de treinta años para, al cabo de varias páginas, volver al tiempo presente. Utiliza para ello, de forma deliberada, un tono conversacional, que no escatima palabras para dar la impresión de narrar “como se habla”.

En mi opinión, El año en que me enamoré de todas es su mejor novela del autor, la más sintética. En tan sólo trescientas páginas da la impresión de haber hecho un largo viaje, de haber surcado un montón de vidas, con esos caprichos argumentales del novelista que nos llevan de la vida de Sylvain a la de su madre, y de la de ésta a, ¡pongamos por caso!, una amiga suya que hizo un viaje turístico a Méjico y cayó desde lo alto de una pirámide sin perecer en el intento… ¡En fin!, sirva esta boutade como ejemplo de mi argumentación.

La crítica no ha dispensado a esta novela la atención que sin duda merece. Tal vez se deba a que se aleja deliberadamente de la literatura “intelectual”. Si este fuera el caso, debo decir que Lahoz se aleja igualmente de los convencionalismos propios del best-seller. Lo que pretende el autor es ser, como lo fueron Balzac y Dickens, un escritor popular, que pueda ser leído por todos.

Al terminar el acto, en agradecimiento a mi labor presentadora, Juan y Use me invitan a cenar. Compartimos mantel con José Ovejero, Fernando Aramburu, Manuel Vilas, los hermanos José Luis y Ramón Acín. Contamos también con la sabiduría de Rosa Regás, quien nos deleita hablando se Llofriú y de Josep Plá, entre otras charlas literarias.

Y a estas alturas de esta torrencial, de esta larga crónica en la cual he recorrido tantas emociones, tantas épocas, no sé si el lector habrá advertido que mi pretensión no era otra que hacer que la crónica se pareciera a una novela de Use Lahoz.

viernes, 7 de junio de 2013

Don Quijote en la era de Google

(Sobre Restos humanos, de Jordi Soler, presentada por Ricardo Lladosa en la Feria del Libro de Zaragoza el 4 de junio)



Debo agradecer a Eva Cosculluela, de la librería Los Portadores de Sueños, el haberme descubierto a Jordi Soler. Restos humanos es una de las mejores novelas satíricas que he leído en años. No sólo por sus desternillantes páginas, también por su calidad literaria.

Al comienzo de la presentación pregunté al autor cuál había sido la primera idea que lo llevó a escribir la novela. Él no vaciló en responder algo que había imaginado… Se encontraba en El Corte Inglés y, de pronto, amanecía por allí un individuo con barba y largos cabellos, ataviado con túnica blanca y sandalias. Alzaba las manos y comenzaba a predicar una serie de ideas acerca del amor, la bondad, la honestidad, la rectitud… De inmediato era reducido y puesto de patitas en la calle por la seguridad del establecimiento.

Restos humanos es una novela acerca de la imposibilidad de hacer el bien en la era de Google, afirma Soler. Y ese parece ser el problema que padece el Santo, protagonista de la sátira. El Santo es una especie de Jesucristo Superstar, un predicador idéntico al imaginado por Soler que recorre mercadillos y prostíbulos de una innominada ciudad hispánica; predicando el bien y recibiendo a cambio chanzas e insultos, con la excepción de de unos pocos adeptos, como los pescaderos Jesús Andrés y Mayola, quienes le obsequian cada día con medio kilo de  calamares. El Santo trata de convencer a las prostitutas de que se dediquen a otros trabajos, pero ellas le contestan que así se ganan bien la vida, si trabajaran como dependientas cobrarían menos. También trata de mentalizar a los tenderos de que no vendan caros los alimentos: la gente humilde debe alimentarse, afirma, ante la adusta mirada de los tenderos.

El Santo vuelve al apartamento que ocupa –cuyo alquiler costea su hermano, jefe de gabinete del alcalde– y cocina los calamares con el fin de preparar el cuerpo para la predicación. El espíritu lo atemperará con la ayuda de una biblioteca compuesta por libros de yoga, de tarot, de ovnis… Tras leerlos se pone frente al espejo y gesticula con las manos. Está ensayando las prédicas que más tarde expondrá a sus discípulas: Alicia (lechera del mercadillo), y Ricardita (una mujer de 69 años cuyo marido salió hace años a comprar tabaco y nunca volvió).

Un buen día aparece en el templo del Santo un nuevo discípulo, se trata del camionero tuerto Childeberto, quien pide al Santo una obra de caridad: debe guardarle en su congelador un tupperware que contiene un ojo congelado. Deben transplantárselo a él, cuando llegue el momento. El Santo acepta compasivo, pero Childeberto amanece unos días más tarde con un riñón congelado destinado a un amigo suyo. Y así sucesivamente irá atestando el congelador con más y más tupperwares hasta presentarse, un buen día, con otro que contiene un pie femenino.

El Santo sera extravagante, pero cuerdo, y pronto entiende que su amado discípulo está complicado en el tráfico de órganos. Mas, como cuenta el narrador, piensa que sería un fracaso moral denunciarlo. Él predica el bien, y debe hacerle caer en la cuenta de sus errores. Confía en que el mal puede siempre vencerse a fuerza de bien. Pero pronto el mal lo ira cortejando, lo ira envolviendo… a través de su hermano, de Mayola y Jesús Andrés, del alcalde… Y hará su aparición la mafia rusa, la prostitución, los sicarios mejicanos.

Algunos comentaristas al reseñar la novela la han comparado con el esperpento de Valle Inclán. Yo no coincido con estas críticas. En mi opinión, al margen de épocas, escuelas o movimientos, los novelistas satíricos pueden clasificarse en dos grupos. Están, en primer lugar, aquellos que describen a los personajes burlescos desde fuera, autores que tienden a deshumanizar a sus criaturas convirtiéndolas en estampas de indudable valor estético o filosófico, pero de escaso valor narrativo. A este grupo pertenecerían Quevedo, Gracián, Rabelais, Valle Inclán, Francisco Umbral...

En segundo lugar encontramos a los autores que se meten en la psique de los personajes satíricos y tienden a humanizarlos, primando la narración frente a lo estético o filosófico. Tales son los casos, por ejemplo, del autor del Lazarillo, de Cervantes, de Fielding, de Twain, de Eduardo Mendoza...

Después de leer Restos humanos no me cabe duda de que Jordi Soler pertenece a la segunda tradición –mi preferida, debo aclarar–. El autor mejicano asume en esta novela el difícil reto de crear con el Santo a una especie de Don Quijote, porque al igual que el hidalgo manchego salía al campo a deshacer entuertos o socorrer doncellas, nuestro santo varón sale a la calle para rehabilitar prostitutas o promover la caridad entre los tenderos. Y del mismo modo que las caballerías de Don Quijote acaban en varapalos, las predicaciones del Santo terminan al grito pelado de: ¡Farsante!, ¡mariquita!, cuando no lo hacen con mangos maduros arrojados a sus barbas o criadillas de pollo sobre la túnica inmaculada.

La tesis que tú defiendes es la que defendió Tono Masoliver Rodenas en La Vanguardia –afirma Soler–, sin embargo yo no pensé deliberadamente en Cervantes mientras escribía, simplemente supongo que forma parte de nuestra cultura, que siempre está en nuestra mente… 

Otro gran acierto  de la novela es el de interponer entre el lector y el Santo la figura de un periodista-narrador con el encargo inicial de redactar un reportaje sobre el Santo, que más tarde se convertirá, por extensión, en la novela. En un brillante juego metaficcional, el periodista plantea al lector el proceso de construcción de una novela. Al principio va acumulando documentación: ve Simón del Desierto, de Luis Buñuel; Nostalgia, de Andrei Tarkovski; lee a un autor checo; repasa el esperpento de Valle. Y conforme escribe duda: ¿debe alargar su relato y ahondar en la figura del Santo?, ¿debe ceñirse a la realidad?, ¿debe terminar escribiendo una novela?  

Quizá el mayor logro del libro sea la caracterización del Santo. Como buen personaje satírico, se ve enfrentado a un mundo corrupto que supone la antítesis de sus ideas: ¿qué debe hacer?, ¿dejarse llevar por el mal, renunciar a su santidad? La narración va fluyendo, avanzando nuevas sorpresas a cada capítulo en una suerte de descenso a los infiernos. ¿Alcanzará el Santo la redención final...? Lean, por favor, esta novela. 

Son las nueve de la noche pasadas y continúo conversando con Jordi Soler… Los novelistas, en el fondo, somos como el Santo –sentencia el veracruzano–. Hacemos el gran esfuerzo de escribir novelas para plasmar un cierto conocimiento y, una vez escritas, apenas obtenemos beneficio por ello. Y tan amigablemente hablamos que mi colega Rafa Arnal –de la organización de la Feria– debe avisarnos de la salida del AVE de Jordi, que partirá en 25 minutos desde la estación Delicias con dirección a Barcelona. 

Y sucede en cuestión de segundos, como en las prédicas del Santo: la presentación se desmorona, todo se desmantela, salimos del edificio de Capitanía por distintas puertas, hacia el anochecer zaragozano. Y yo sigo pensando en las palabras de Jordi: ¿me pareceré también al Santo por escribir este blog?