lunes, 13 de mayo de 2013

Anécdotas sin cuento

(Sobre Yo confieso, de Jaume Cabré, presentada  por Antón Castro en la librería Cálamo el 19 de enero de 2012, con la presencia de Silvia Sesé, editora)



Jaume Cabré habla a toda velocidad y de pronto calla. En un minuto es capaz de narrar un sinfín de anécdotas para, a continuación, demorarse en el relato de otra que por su duración hace presagiar una moraleja o un desenlace. Pero termina la anñecdota y no hay ni moraleja ni desenlace.

Escuchar a Cabré se parece a leer su novela Yo confieso, donde la capacidad fabuladora parece no tener principio ni fin. Uno tiene la impresión de que el relato podría prolongarse más allá de las 848 páginas del libro; al igual que Cabré, si el horario de la librería Cálamo se lo permitiera, podría hablar durante 848 minutos. Y las preguntas de Antón Castro –presentador del evento– no servirían sino para enumerar los imaginarios capítulos de la disertación.

Esta capacidad fabuladora invita a pensar en lo azaroso de las tramas. ¿Por qué una novela empieza donde empieza o termina donde termina? Algunos novelistas dotan a sus argumentos de un carácter necesario. Otros, como Cabré, prefieren lo contingente: lo que puede suceder o no suceder. Estos últimos autores no conciben las tramas como espacios cerrados, sino como habitáculos repletos de puertas y ventanas por donde se cuelan ideas y anécdotas sin cuento que parecen manar del azar para conducirnos a tiempos, a lugares o personajes que nunca hubiéramos esperado encontrar antes de volver la página. 

Yo confieso narra la vida de Adrià Ardèvol –coetáneo del autor– y de su violín, un Storioni fabricado en Cremona en 1764. Adrià encarna al perfecto erudito, cuya vida acomodada –merced a la riqueza familiar–, le permite dedicar todo su tiempo a la lectura y al pensamiento. En este sentido, Yo confieso sería una novela de formación de corte intelectual. Pero ese intelectualismo no lastra la narración, en el sentido de convertirla en relato filosófico. Sabemos que Adrìa ha escrito obras de enjundia, tales como La voluntad estética, o Historia del pensamiento europeo; sin embargo Cabré no explica su contenido, sino la vida Adrìa, contraponiendo la especulación filosóficas a su búsqueda del amor, como si su entrega al mundo de las ideas le impidiera dedicar sus energías vitales a los sentimientos, encarnados en su novia, la judía Sara Voltes-Epstein. 

La ambivalencia entre intelecto y sentimientos se manifiesta en toda la novela. En la relación de Adrìa con sus padres, quienes obligan al niño a pasar su infancia encerrado, estudiando violín o lenguas muertas. En segundo lugar en Bernat Plensa –el mejor amigo de Adrìa–, obsesionado por su obra literaria e incapaz de amar a su familia.

La narración no abarca sólo la vida de Adrìa, sino también la de su violín Storioni, cuyos avatares durante más de dos siglos permiten a Cabré trascender la narración intimista de Ardévol y desarrollar un relato histórico. Dicho relato se inserta en la novela principal bajo la forma de novelas dentro de la novela y nos lleva desde el siglo XVII hasta mediados del XX; desde Trento en el norte de Italia hasta la Barcelona de posguerra, pasando por París y por la Alemania nazi.

El viaje por todas estas épocas y lugares es, como ya he apuntado, una novela histórica. Pero sobre todo una fábula acerca de cómo la construcción y posesión del violín depara un cúmulo de maldades, fruto de la codicia y de la perversidad ideológica. 

Y en ese azar, en esa contingencia argumental, Jaume Cabré también viaja hasta la Edad Media para narrar las peripecias del inquisidor Nicolau Eimerich, o hasta la Roma de comienzos del siglo XX, para relatar la formación y los amores del padre de Adrìa, Félix Ardèvol.

De todo ello se deduce una intencionalidad ética que predomina sobre lo argumental. Y es en este punto donde, a mi juicio, el relato del violín y las novelas históricas de Yo confieso enlazan con la novela de formación de Adrìa Ardèvol, porque al igual que ésta contraponía el mundo del intelecto al de los sentimientos; aquéllas contraponen la perversidad de las ideologías nazi, inquisitorial… (fruto del intelecto), a la compasión.

Resulta sintomático de lo anterior el hecho de que toda la novela sea un manuscrito encontrado por Bernat Plensa, compuesto por un montón de folios en cuyos anversos Adrìa narra su vida, mientras los reversos contienen un tratado de ética titulado: Historia del mal
¿Cuáles son las características que definen el realismo de Yo confieso? En primer lugar la mezcolanza de géneros literarios, algunos ya citados: novela de formación, novela negra, novela romántica, novela psicológica, novela histórica, novela de ideas… Otra característica sería la multiplicación o cambio de los puntos de vista. En este sentido destaca la alternancia entre la primera y la tercera persona narrativas, utilizadas por el autor sin solución de continuidad. Relata Adrìa en primera persona y, de pronto, con la separación de un punto y seguido, toma la batuta un narrador omnisciente en tercera persona. Lo mismo sucede con el uso de la elipsis: Cabré es capaz de saltar de la Edad Media al Franquismo en un punto y seguido. 

En el capítulo 24 hay un inquisidor catalán, nacido en Baden Baden en 1900, y un comandante de las SS nacido en la Gerona del siglo XIV. ¿Cómo llamar a lo anterior?, ¿paralelismo?, ¿paradoja? El lector entiende de inmediato que la aparente confusión no existe: da igual ser inquisidor o comandante de las SS, pues ambos personajes encarnan a un mismo personaje abstracto: el mal.
Pero la alteración más singular de la técnica realista se encuentra en ese carácter contingente de la narración, que hace avanzar el argumento a base de giros inesperados, de anécdotas que parecen caprichos del autor –pues podrían estar o no estar–; frente al carácter necesario de la novela  tradicional. Sirva como ejemplo la visita de Adrìa y su novia al célebre filósofo Isaiah Berlin, quien lo felicita por su libro La voluntad estética. Y también sirvan como ejemplo determinadas novelas dentro de la novela que se desarrollan en lugares ignotos de Arabia, o del África tropical, y que irrumpen en la narración de Adrìa de modo sorpresivo, sin venir a cuento. Hay que resaltar que lo anterior se ejecuta con gran virtuosismo literario, y el aparente galimatías de anécdotas y personajes no lleva a la confusión del lector atento, sino que sorprende e invita a seguir leyendo. 

Todo en la novela parece converger hacia una sola idea: la superioridad de los sentimientos sobre la razón; o, más bien, la imposibilidad de separar la razón de los sentimientos sin caer en “el mal”. Y esta dicotomía opera en un doble plano. Por un lado en el plano íntimo, donde Adrìa y Bernat son incapaces de amar del todo por su excesiva dedicación al intelecto. Por otro lado en el plano social o histórico, con el relato de aquellas ideologías (la inquisitorial, la nazi…) que han ignorado la compasión.

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