martes, 28 de mayo de 2013

Funambulistas de la vida

(Sobre Hijos y padres, de Félix Teira, presentada en Los Portadores de Sueños junto con Abrir la puerta, de Ramón Acín, el 16 de mayo. Ambos autores dialogan acerca de sus obras)




Nada más leer el título del último libro de Félix Teira, me vinieron a la memoria los de dos clásicos de la literatura universal: la novela Padres e hijos, de Turgueniev y el cuento Padres e hijos, de Hemingway. Teira ha invertido el orden de los anteriores y titula su novela: Hijos y padres. En principio esta inversión parece coherente con el hecho de que sean los hijos quienes narran sus vidas en primera persona y quienes relaten, en tercera persona, las de sus padres.  

Pero el predominio de los jóvenes sobre los adultos en Hijos y padres va mucho más allá del título o del punto de vista: es más bien el pálido reflejo de una realidad que, no por poco conocida, deja de resultar esclarecedora cuando quien la describe sabe, no sólo enunciarla, sino mostrarla, como es el caso de Félix Teira.

Hijos y padres es una novela coral en la que cinco adolescentes zaragozanos del barrio de Las Fuentes narran su vida en el instituto, las relaciones con compañeros y padres. Como adivinará el lector de esta entrada, algunos de los temas de la novela son el despertar sexual, el alcohol, las drogas, la crisis de valores… Pero Félix Teira ha tratado de huir de los estereotipos dotando a casi todos sus personajes de alguna peculiaridad ajena a los temas citados: uno anhela ser fotógrafo, otra desea escribir poesía, otro dedicarse al fútbol…

De lo anterior se sigue que no carga el autor contra la jóvenes como tales, sino contra la crisis de valores que anida en ellos. Hijo, Gem, la Sucia, el Roda y la Vero –los cinco protagonistas antes aludidos– tienen en común un cierto narcisismo, que los hace creerse autosuficientes y desdeñar la autoridad paterna, cuando en realidad son meros funámbulos (o funambulistas, al decir de la editorial) que pisan por vez primera la cuerda floja de la vida. Sus padres también fueron funambulistas, pero en medio de la cuerda cayeron sobre la red y ahora los miran desde abajo, incapaces de aconsejarles.

En efecto, a menudo nos encontramos en la novela con padres en el paro, víctimas de la crisis económica. Pero también con padres adúlteros, con padres que se dan al alcohol, con padres que no respetan a sus propios mayores… ¿Cómo quieren influir positivamente en sus hijos?

Con frecuencia da la impresión de que Hijos y padres sea, no sólo una novela coral, sino también una novela circular, en el sentido de que las peripecias de sus protagonistas parecen no tener un principio ni un final, sino girar sobre sí mismas y llevarnos hasta el punto de partida, tanto ético como narrativo. Y al final el autor nos deja con la duda: ¿sabrán los protagonistas encauzar  su talento para la fotografía, para el fútbol, para la informática… en medio del marasmo moral?

Desde el punto de vista lingüístico, al igual que con la trama, Félix Teira ha querido resultar original, cambiando de registro conforme cambia el narrador, en cada una de las partes de la novela. En alguna, en particular en la primera, What a wonderful world, utiliza un lenguaje sincopado, repleto de frases cortas, un lenguaje metafórico que dificulta la lectura; aunque pronto entiende el lector que sirve al propósito de relatar la disfuncionalidad de la familia de Alfonso Arregui. Conforme avanzan las partes, el lenguaje parece ir simplificándose, hasta alcanzar el tono y la sintaxis romántica de la última parte, donde la narradora es Vero y el medio narrativo el diario. En esta parte las frases del autor parecen alargarse.

En definitiva, Félix Teira ha tratado –y en mi opinión ha logrado– escapar de los estereotipos propios de las novelas de adolescentes. Y aunque no esté bien juzgar parcialmente una obra compuesta de partes, debo reconocer que coincido con la opinión de Ramón Acín al respecto. Lo mejor de esta buena novela es su segunda parte: Gemelo, una pequeña obra maestra narrativa de la que no pienso desvelar ni un solo detalle, para que tú, lector o lectora, los descubras por tu cuenta.

viernes, 24 de mayo de 2013

Tempus Fugit

(Sobre Las lágrimas de San Lorenzo, de Julio Llamazares, presentada por Ramón Acín en la librería Los Portadores de Sueños el 26 de abril)



Las lágrimas de San Lorenzo es una novela sobre los recuerdos y sobre el paso del tiempo. Bajo esta premisa, uno de los aciertos de Julio Llamazares ha consistido en elegir para su protagonista la profesión de lector de español en universidades extranjeras, porque el carácter errante de este personaje central, que va cerrando etapas vitales sin solución de continuidad, refuerza la idea de transcurso del tiempo.  Claro que para tal finalidad, Llamazares también podría haber elegido a un corresponsal, o al ejecutivo de una multinacional, incluso a un diplomático... ¿Por qué eligió al lector de español?

Es el mismo autor quien nos lo desvela en Los Portadores de Sueños. Al parecer, de joven él estuvo a punto de conseguir una de esas plazas de lector, posibilidad que finalmente se frustró. Sin embargo, siempre ha imaginado qué hubiera sido de su vida en caso de haberla conseguido. Muchas veces las novelas nacen de este tipo de preguntas: ¿Qué hubiera pasado sí…?, ¿cómo hubiera sido mi vida en caso de…?

Pero cuando Ramón Acín o alguien del público tienden a comparar al protagonista con el autor, o al hijo de aquél con el de Llamazares, el novelista es rotundo: el protagonista o su hijo son personajes de ficción, que nadie se confunda, y a continuación esboza una sonrisa de "deicida".

En cualquier caso, lo importante para el tema de la novela es ese carácter errante del lector de español, que parece dividir su vida en capítulos: la infancia y la juventud entre Bilbao e Ibiza; la madurez entre Rumanía, Francia, Suecia, Portugal… Cada uno de esos capítulos vitales se convierte en un compartimente estanco que una vez cerrado pertenece al recuerdo y tiende a acentuar la sensación de fugacidad del tiempo, así como la pérdida de los lugares o de los seres queridos que lo habitaron.

Como eje argumental, la novela narra la noche de San Lorenzo ibicenca en que el protagonista y su hijo Pedro salen a contemplar la lluvia de estrellas; al igual que hiciera aquél con su propio padre. Es importante resaltar que ese hijo es casi fruto del azar, bien podría no existir. Con la madre, llamada Marie, el protagonista mantuvo una relación de tres años, de la cual sólo el niños se libra de convertirse en un mero recuerdo.

Julio Llamazares perfila muy bien en Las lágrimas de San Lorenzo la disyuntiva entre “recuerdos” y “tiempo”. Para el autor, los recuerdos equivalen a la memoria, a esos instantes de la vida grabados en la mente de cada uno y que se extinguirán con nosotros. Frente al carácter finito de los recuerdos, el tiempo representa lo infinito, las vidas que se van sucediendo más allá de nuestra memoria: Cual la generación de las hojas, así la de los hombres, según rezan los versos de Homero citados por Llamazares. O también los versos de Catulo: Los soles pueden ponerse y salir de nuevo. / Pero para nosotros, cuando esta breve luz se ponga, / no habrá más que una noche eterna / que debe ser dormida… Con la pregunta que cierra la novela, el autor parece enunciar una suerte de espiritualidad laica: ¿Será Dios el tiempo?, se cuestiona.

Al término de la presentación la gente agolpada en la librería y en la minúscula acera de la calle Blancas, se arremolina en torno al autor. Muchos llevamos en las manos, no sólo Las lágrimas de San Lorenzo, sino también algún que otro ejemplar amarillento de sus anteriores novelas. No en vano, el autor es muy querido en Aragón desde que escribiera La lluvia amarilla ambientada en un pueblo desaparecido de Huesca. Pero no es este el único motivo, a mi juicio, de la popularidad de Llamazares. Otro quizá sea el lenguaje empleado en sus novelas, un lenguaje cuidado al extremo pero sencillo al mismo tiempo, ideado para ser entendido casi por cualquier lector

Yo he traído una Lluvia amarilla de los ochenta y, de pronto, oigo a una señora detrás de mí quejarse al marido: ¡Hay que ver, vienen de casa con toda la estantería! La señora es bajita, viste abrigo de paño y aferra con ambas manos un bolsito sin asas Cuando el autor finalmente me dedica sus libros, compruebo con estupor como la señora airada se torna en señora sonriente y saca del bolso una Luna de lobos amarillenta…

¿Por qué he titulado este artículo, Tempus Fugit? La novela de Llamazares me ha recordado a mis abuelos. Al igual que muchos otros abuelos, supongo, ellos tenían un reloj de pared de la marca Tempus Fugit, la cual aparecía grabada sobre una chapa metálica. Durante mi adolescencia, el tic tac de aquel reloj me resultaba tan solemne como molesto. No había ni una sola habitación de la casa en la que no se escuchara. Había estado allí, en medio del comedor, desde que yo era niño. Hace ya siete años que mis abuelos fallecieron, pero el molesto, el solemne tic tac sigue sonando. 






jueves, 23 de mayo de 2013

Vida de Pablo

(Sobre La hora violeta, de Sergio del Molino, debatida en la FNAC plaza de España el 25 de abril. Iguazel Elhombre actuando como moderadora)



Recién salido, como quien dice, de la presentación de Intemperie,  veintitrés horas y media más tarde, me incorporo al coloquio que se celebra en la FNAC sobre La hora violeta, de Sergio del Molino. He terminado de leer la novela esta misma mañana y adelanto mis conclusiones: considero que Sergio del Molino ha conseguido un libro intenso, genuinamente literario.

A priori, cuando supe del tema: la enfermedad y la desaparición de su hijo de tan sólo dos años víctima de leucemia, me pareció que la mayor dificultad de la novela estribaba en que la faceta literaria no quedara soslayada por el dramatismo del tema, y por la relación íntima del autor con el drama vivido, lo cual hubiera convertido el libro en testimonio, o en manual de ayuda para padres en un trance similar.

Pues bien, como afirmo al principio, creo que Del Molino ha salido airoso de esta dificultad y el valor novelesco de La hora violeta queda fuera de duda. ¿Cómo lo ha logrado? A mi juicio –y al suyo propio–, adoptando la conveniente distancia respecto de los hechos narrados. Tal como advierte Iguazel Elhombre, el autor apenas inserta en la novela relaciones personales en forma de diálogos con familiares, amigos, personal hospitalario, padres de otros niños enfermos… En cambio sí incluye todo tipo de reflexiones literarias, relatos conexos, anécdotas reveladoras... Todo ello se entrevera con los penosos tratamientos que sufre Pablo, y tiende a equilibrar el patetismo de la enfermedad con la pasión literaria y la voluntad de novelar.

La prosa es de gran calidad literaria. Alterna periodos cortos y largos, varía la sintaxis de las frases evitando la monotonía, domina el ritmo y es capaz de transmitir una amplia gama de sensaciones. Y eso, lo repito, es “literatura” y no sólo testimonio o duelo.

De pronto, hacia el final del coloquio, interviene una señora y pregunta algo que tal vez muchos lectores del libro quieran saber y no se atrevan a preguntar. Siempre suele haber alguien que pone el dedo en la llaga. La lectora quiere saber por qué Del Molino ha omitido los últimos días de Pablo, esos que comienzan cuando los médicos les dicen a él y a su mujer: "Miren, no podemos hacer nada más, disfruten de su hijo cuanto les sea posible".

Debo confesar que a mí me ocurrió como a la señora entrometida. Al llegar a la última parte de la novela, aquella que se titula precisamente La hora violeta, me pregunté por qué el autor dejaba de narrar los últimos días y se centraba en comentar Mortal y rosa de Umbral; o se explayaba sobre un pediatra norteamericano; o cambiaba las bombillas fundidas de su casa… El título de la novela alude a una bella cita de T.S. Elliot: En la hora violeta, (…) cuando el motor humano espera como un taxi parado en marcha. Y la hora violeta de Sergio del Molino son justo esos últimos días de espera…

Responde el novelista que no los relató por pudor, tras asesorarse convenientemente. Contar
los últimos días de Pablo hubiera resultado casi pornográfico, afirma. Y ni Iguazel ni ninguno de los presentes respondemos nada. Yo debo confesar mis dudas en el plano literario, no sé si coincido con la visión del autor. ¿Cuáles son los límites entre literatura y vida cuando uno ha optado precisamente por contar su propia vida? ¿Qué hubiera sido del relato si su autor no hubiera omitido semejantes detalles?

Baste decir que Del Molino ha conseguido su objetivo: inmortalizar a Pablo por medio de la literatura. Por eso he querido titular este artículo como lo he hecho, con la palabra “vida” y no con todo lo contrario.  Y al terminar de redactarlo, no puedo evitar sobrecogerme leyendo la dedicatoria que me escribió el autor: Para Ricardo, con el deseo de que nunca nunca se acerque a una hora violeta que no sea la de estas páginas…

Madre Tierra

(Sobre Intemperie, de Jesús Carrasco, presentada por Jorge Sanz Baraja en la librería Cálamo el 24 de abril)


Jesús Carrasco tiene el cuerpo enjuto de un galgo. Su mostacho negro semeja el pelaje de una cabra y su tez, entre cetrina y ocre, recuerda los paisajes de la Meseta. Al observarlo de perfil advierto que su cabeza rasurada se parece demasiado a un cráneo, a una de esas calaveras que aparecen en las encrucijadas de los comics de Lucky Luke.

Jesús, tú novela me ha parecido un western… Jorge Sanz Barajas –presentador del evento– es un hombre curtido, no sólo por su piel atezada sino porque imparte clases de literatura a los adolescentes del colegio de los jesuitas. Jorge nos cuenta que leer Intemperie le llevó unas ocho sentadas, y en modo alguno porque no le resultara una lectura absorbente, sino más bien porque la intensidad de la prosa parecía pedir oxígeno.

Carrasco admite que, una vez escrita la novela, la sometió a un tratamiento "abrasivo", eliminando del manuscrito un montón de páginas para que quedara sólo lo esencial. Y yo coincido con ambos, Intemperie es como un chorizo o una morcilla de las que aparecen sus páginas: una novela seca, dura e intensa, que al igual que las chacinas aludidas, debe degustarse en pequeñas dosis para asegurar una digestión provechosa.

Hasta tal punto esto es cierto que, a quien escribe, disfrutar por completo la obra le ha llevado una relectura. Cuando me adentré por primera vez en las páginas de la novela fui víctima de una confusión. Había leído en prensa su escueto argumento: un niño que bajo la tutela de un cabrero huye de un alguacil que lo persigue por la estepa castellana, con el hambre, la sed y el agotamiento como compañeros de viaje. No sabía nada más y, al instante, imaginé una novela de persecuciones y tiroteos, a la española y en plan rural… Nada más lejos de la realidad.

A la mayoría de la gente le gusta que las novelas tengan una trama… Por eso yo he dotado a la mía de una –afirma Carrasco como si nada. Y con el dedo índice traza una gráfica en el aire. Según él, Intemperie se inicia con un largo valle. Más tarde hay un pico, al que sucede otro valle más corto, para concluir con una extensa cordillera o clímax al final.

Huelga decir que lo anterior no es lo habitual, y que cuando el ingenuo lector transita inerme a través de las páginas de la novela, se pregunta dónde están el planteamiento, el nudo, el desenlace… Lo convencional en las novelas es que el primero y el tercero sean breves y el segundo más extenso. Pues bien, Carrasco actúa justo a la inversa: un planteamiento y un desenlace inusualmente largos, un nudo inusualmente corto… A menudo se demora en describir acciones sin importancia aparente, o transmite en una sola frase la información más esencial.




Un personaje de Cormac Mc Carthy puede pasarse dos o tres páginas descendiendo del caballo –afirma el autor con admiración inconsciente–. Yo le acabo de sugerir que la novela me recuerda al Pascual Duarte de Cela y él me mira con disgusto. Sólo por pertenecer a la cultura española, quizá… Pero yo me identifico mucho más con el realismo sucio norteamericano y, en particular, con el Mc Carthy de Meridiano de sangre –me responde.

Tampoco puede afirmarse que Intemperie sea una novela de sentimientos. El niño y el cabrero distan mucho de la expresividad de los más célebres prófugos de la historia de la novela: Huck Finn y el negro Jim. Ellos apenas hablan, carecen casi por completo de sentido del humor… Se limitan a sobrevivir del modo más estoico posible.

Y llegado este punto, me cuestiono: si la trama es secundaria, si los sentimientos de los personajes también lo son, ¿de qué trata en realidad Intemperie?, ¿por qué nos perturba tanto al leerla? En palabras de Kafka, ¿qué logra sacudir esa mar helada que todos llevamos dentro?

Como ya intuía, y le transmití a Jesús Carrasco en Cálamo: Intemperie me ha parecido una novela telúrica, una novela sobre la Tierra. Esa tierra sin nombre, sin tiempo, que se enseñorea de las vidas de los hombres, de los animales y de las plantas, y que los determina por completo. Todo cuanto les acontece es consecuencia del trato que reciben de la Tierra: consecuencia de la sequedad, del sol, del vacío, del desierto infinito que deben recorrer. Hoy en día vivimos al abrigo de la Tierra: al abrigo del calor o del frío, al abrigo del hambre y de la sed, al abrigo de las largas distancias. ¿Qué ocurriría si todas estas seguridades se desmoronaran de repente? Esa es la pregunta con la que Intemperie abofetea la cara del lector.

Puede que el medio rural resulte anacrónico, y hasta arcaico para la civilización urbana, pero no se nos debe escapar que, al cabo, ese medio rural actúa como una metáfora de toda experiencia vital, ya sea campestre o urbanita.

En esta ocasión el autor parece satisfecho con mi comentario. Sonríe involuntariamente y afirma que la tierra puede ser muy cabrona, pero al final suele responder, suele dar a cada uno lo que merece. Siempre hay, siquiera, un hilillo de agua para el sediento. Termina desvelándonos que su próxima novela también tratará sobre la tierra, aunque vista de un modo distinto... quizá...

Y yo trato de buscar un sinónimo de intemperie para titular este artículo-ensayo-crítica-entrevista:: “al raso”, “al descubierto”, “a cielo descubierto…” Y al fin desisto, no puedo encontrar ninguno mejor, ni más telúrico que el propio título de la novela.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Un encuentro en el Día del Libro


(Sobre Polvo en el neón, de Carlos Castán. Una charla con el autor, el 23 de abril, en el stand de Tropo Editores)



Veintitrés de abril, Día del Libro. Son las seis de la tarde y hace calor en el paseo de la Independencia. Empujando la sillita de mi hija Marina, sorteando el gentío, llegó a un stand y comienzo a hojear una novela. Pero Marina, aburrida, trata de comerse un libro y el librero me lanza una mirada adusta. Así que me cambio al stand de al lado y trato de hojear otra novedad. Pero Marina le toca el culo a una señora y la señora me mira como si el caradura fuera yo. La nena posa sus manitas sobre la barra de la silla de paseo y contempla el mundo con una sonrisa, satisfecha de sus fechorías.

Por razones obvias decido dejar de hojear novelas y me detengo frente al stand de Tropo Editores –mi preferida entre las editoriales zaragozanas–, en cuyo catálogo figuran obras de Sara Mesa, de Sergio del Molino, de Cristina Grande… Precisamente tengo la suerte de encontrar allí a Carlos Castán firmando ejemplares de su última obra: Polvo en el neón, magníficamente editada por Tropo con fotos de Dominique Leyva. 

Le cuento a Carlos que tengo un ejemplar de Frío de vivir de los editados por Salamandra en 1997. A finales de los noventa Frío de vivir se convirtió en un libro de culto para los amantes del relato corto. Por aquel entonces, a quienes se apuntaban a talleres literarios solían recomendarles la lectura de los cuentos de Carlos Castán, junto a los de Eloy Tizón o los de Medardo Fraile.

Polvo en el neón se abre con una cita de Sam Shepard. La cita pertenece a Cronicas de motel, un libro mítico de mi adolescencia editado por Anagrama. Llegue a él a través de la también mítica road movie de Win Wenders, París, Texas, cuyo guión era del norteamericano. Al abril Polvo en el neón compruebo con placer que las imágenes reproducen la estética de Paris, Texas. Crónicas del motel también contenía algunas fotos, aunque en blanco y negro y mucho menos numerosas. Polvo en el neón es una suerte de “novela en imágenes”.

A continuación le pido a Carlos que me recomiende alguno de los cuentos de Frío de vivir y él se decide por el primero: El andén de nieve, un relato que leo a la mañana siguiente y cuyo final me resulta impactante. En la estación de trenes de Chamartín, el narrador anónimo del cuento conoce a un estrafalario borrachín apodado Macario el Ferroviario. Macario le cuenta una historia que ocurrió en su juventud, cuando viajaba a Madrid en tren para recoger allí a su familia e ir todos juntos a la playa. Por las ventanillas de su izquierda Macario ve, en efecto, la estación de Chamartín en pleno mes de julio. Ve a su esposa de los nervios, a sus hijos portándose fatal… Sin embargo, por las ventanillas de la derecha divisa un paisaje de bosques nevados, cordilleras, y en el andén una bella mujer esperándole. Tras dudarlo, el hombre decide bajarse en Chamartín y los bosques nevados y la bella mujer desaparecen como si fueran un sueño.

Quinn, el protagonista de Polvo en el neón, vive una escena muy similar a la descrita. pero en sentido inverso: tendido en el coche donde yace con su amante –la provocativa Jessica–, contempla el bloque de apartamentos donde vive Sally –su mujer–, quien se encontraría durmiendo (…) con el pijama verde de felpa (…), quizá con la lámpara encendida tras haber intentado esperarle despierta leyendo un libro. 

Concluyo que en el eterno conflicto entre la realidad y el deseo, Macario el Ferroviario se decanta por la realidad, mientras Quinn lo hace por el deseo. Polvo en el neón narra el viaje que emprende Quinn junto a Jessica –la joven con las uñas pintadas de rojo– desde Illinois hasta Arizona para aceptar la herencia de su tía Hanna, consistente en un viejo motel de carretera y una suma de dinero. Y es justamente esa herencia el principal deseo de Quinn, no tanto por el aspecto económico como por la posibilidad de una nueva vida.   

¿La consecución de los deseos lleva a la felicidad, o los deseos son meros espejismo de esa felicidad? Esa es la pregunta que parece gravitar a lo largo de toda la novela, y la respuesta gira en torno a la idea del viaje. Irse era para Quinn el pánico y al mismo tiempo el nombre de la felicidad, afirma el narrador en el primer capítulo, porque la huida de lo cotidiano es justamente lo que persigue Quinn.

Castán emplea la prosa pausada de las novelas, pero por la concisión  de determinadas frases recuerda a menudo el lenguaje preciso y lacónico de los cuentos. El autor, de pronto, nos sorprende condensando en una sola frase el mensaje de todo un capítulo, y hasta del conjunto de la novela.

Otro aspecto a destacar de esta novela es su relación con la cultura estadounidense. Ya he hablado de Sam Shepard, de Win Wenders, de las fotos de Dominique Leyva. Y cabría preguntar a Carlos Castán si con el nombre de Quinn ha querido homenajear al detective en Ciudad de cristal, de Paul Auster. En el panorama aragonés, esta utilización de referentes norteamericanos me recuerda a la que en su día hizo Soledad Puértolas en El bandido doblemente armado

No pretendo descubrir nada a nadie con todo este cúmulo de asociaciones. De hecho, la utilización de referentes metaliterarios o metacinematográficos es una constante en la literatura actual, en particular los que provienen de la cultura norteamericana. Lo importante es que el autor que utiliza esos referentes logre plasmar en ellos su mundo personal. Y en mi opinión, con esta novela Carlos Castán lo consigue de sobras. Al igual que El Andén de nieve, Polvo en el neón versa sobre la realidad y el deseo y logra ahondar en la naturaleza de ambos.

Terminamos hablando de Marta Sanz. Carlos es amigo de ella y me cuenta que acaba de publicarse su nueva novela, Daniela Astor y la caja negra. Pero yo decido hojearla otro día, no vaya a ser que Marina sustraiga un monedero y la víctima me impute a mí el hurto. Así que me despido del autor y me marcho a casa.

lunes, 20 de mayo de 2013

Diario de un rebelde


(Sobre Calle de los ladrones, de Mathias Énard, presentada por Sergio del Molino y Ricardo Lladosa en la librería Cálamo el 16 de abril)


Queridos lectores:

Empezaré contando una anécdota. Cuando mi padre era adolescente, hacia finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, tuvo como profesor de filosofía a un jesuita delgado, con el pelo pincho y gafas de montura negra. Era diabético y siempre vestía traje marengo y alzacuello blanco. Un buen día el jesuita miró a la clase y pregunto: ¿Qué es el hombre para el existencialismo? –eran los tiempos de Jean Paul Sartre y de Albert Camus–. Ante el silencio del alumnado el profesor rompió a hablar: Para el existencialismo el hombre es como un perro, un perro al cual su dueño mete en una maleta y sube a un transatlántico. El hombre espera a que el barco navegue por alta mar y, una vez allí, lanza la maleta por la borda.

De niño pensaba en esta anécdota y sufría por el perro. Imaginaba al animal en la oscuridad, sin comprender nada mientras la maleta se bamboleaba entre las olas, sintiendo como el agua iba colándose entre las rendijas y terminaba por ahogarlo.

Al leer Calle de los ladrones, de Mathias Énard, he recordado esta historia infantil por varios motivos. El primero y más importante es que la angustia del perro de mi relato es la de Lajdar, el protagonista de la novela. Lajdar es un joven marroquí de clase media, hijo de un comerciante tangerino, que un buen día huye de casa después de una brutal paliza de su padre. Éste lo ha sorprendido manteniendo relaciones sexuales con Meryem, una prima suya que habita en el hogar familiar. Magullado, ensangrentado, Lajdar se ve obligado a vivir en las calles de Tánger, sintiendo la angustia de abandonar a su familia, pero emancipado de la autoridad paterna.

En una entrevista publicada por el blog de Mondadori, Mathias Énard afirma que con Calle de los ladrones ha querido homenajear El hombre rebelde, de Albert Camus titulada . Y la comparación no puede parecerme más oportuna ya que Lajdar, al marcharse, actúa movido por la humillación, pero también, y sobre todo, actúa movido por la rebeldía contra la intolerancia de su padre. ¿Qué es un hombre rebelde? –se pregunta Camus–. El hombre rebelde es aquel que dice no (…) ¿Y cuál es el contenido de ese “no”? Significa, por ejemplo, “las cosas han durado demasiado”, “hasta ahora sí; en adelante, no (…) Y ese “no” afirma la existencia de una frontera.

Afortunadamente para Lajdar, su amigo Basam pronto le conseguirá un trabajo como librero del Grupo para la Difusión del Pensamiento Coránico, organización fundamentalista que durante un tiempo le permitirá vivir en relativa paz, dedicado a aquello que más le gusta: leer novelas de detectives, leer poesía árabe, leer las suras del Corán… ¡Leer!, en una palabra. Durante meses de relativa calma, Lajdar conocerá por segunda vez el amor, a través de su relación con Judit, una chica de Barcelona estudiante de filología árabe, a quien encuentra por las calles de Tánger.

Pero sabido es que en literatura toda felicidad es ilusoria o pasajera, y basta que Judit vuelva a Barcelona y que Lajdar pierda su trabajo de librero para que se vea de nuevo angustiado por su propia libertad. Calle de los ladrones vuelve en este punto a emparentar con el existencialismo, porque tanto la libertad como la angustia son dos conceptos centrales de dicha escuela. Afirma Camus en El mito de Sísifo que los hombres, estamos condenados a la libertad de construirnos a nosotros mismos a cada instante. Y la angustia nace precisamente del ejercicio de esa libertad, que convierte la vida en un horizonte cuajado de posibilidades, al cual el hombre debe enfrentarse sin la menor garantía de éxito.

Lajdar es libre, puede hace lo que desee y no está obligado a nada; pero se encuentra alejado de su familia, alejado de su amante, sobreviviendo a base de trabajo precarios y sin recursos económicos. ¿Puede alguien ser feliz en sus circunstancias? Como para Sísifo, la vida para él es una condena, y lo es fruto de su rebeldía. Si no se hubiera revelado contra su padre, si se hubiera reconciliado con él, llevaría una vida cómoda de comerciante en Tánger. En este sentido, Mathias Énard crea un personaje original, alejado del estereotipo del emigrante ilegal, cuyos males solemos achacar solamente a la pobreza. 

Y conforme se acerca el final, el sorpresivo y magnífico final que acontece en la calle Robadors de Barcelona, la “calle de los Ladrones” del título, me doy cuenta de hasta qué punto la novela obedece a una coherencia interna con esa idea de la rebeldía. Si al comienzo del libro Lajdar se enfrentaba con la intransigencia de su padre, al final se enfrentará a la intransigencia de los fundamentalistas islámicos y acabará convertido en un personaje de Dostoievski: un Raspolnikov, un Ivan Karamazov.

Calle de los ladrones es una novela de muchos géneros, pero si hubiera que elegir uno se diría que se trata de una novela de formación o aprendizaje. Su protagonista recorre, no sólo un itinerario físico -de Tánger a Barcelona- sino sobre todo un itinerario moral. Y en ese itinerario la novela de formación adquiere tintes de novela negra, de novela de aventuras, de novela de viajes e, incluso, de realismo social. En cualquiera de los casos, se trata de una lectura amena para todo tipo de lectores. 

Y me gustaría concluir mis palabras tal y como las empecé: comparando al hombre con el perro, que es justo lo que hace Mathias Enard al comienzo de la novela. Lajdar, en su rebeldía contra la intransigencia, se convierte en un humanista que defiende a las personas frente a la intolerancia. Pero esa defensa, como vengo afirmando, no está exenta de costes, ya que el rebelde también tiene sentimientos, e incluso instintos. Y es justo eso lo que lo lleva a Lajdar a afirmar:  Los hombres son perros, se atacan los unos a los otros en la miseria, se revuelcan en la mugre sin poder escapar, se lamen el pelo y se lamen el sexo durante todo el día, tendidos en el polvo, dispuestos a todo por unos despojos o el hueso podrido que puedan echarles, y yo, lo mismo que ellos, soy un ser humano (…) esclavo de sus instintos (…), un perro que muerde cuando tiene miedo y que busca las caricias (…)  

La voz de los novelistas


(Sobre En la orilla, de Rafael Chirbes, presentada por Paco Goyanes en la librería Cálamo el 11 de abril. Con lecturas de la novela a cargo de Rafael Campos)



Hace unas semanas, Eduardo Lago entrevistaba a Jeffrey Eugenides en las páginas de Babelia. Usted es escritor –afirmaba el estadounidense– y sabe que en ficción lo más importante es dar con la voz que ha de conducir la narración. Cuando se da con ella se trata de seguir sus indicaciones. Te descubre cosas –apuntaba Lago, y Eugenides proseguía su reflexión en voz alta–: Sí, te descubre cosas porque conecta con algo que hay dentro de ti. Te dice cosas que no sabías (…) Muchas veces el escritor está sumido en la incertidumbre (…) hasta que una voz le señala el camino a seguir.

Si algo caracteriza la última novela de Rafael Chirbes es precisamente la presencia de una “voz” narrativa. Se trata de la voz de Esteban, carpintero víctima de una estafa inmobiliaria que le obliga a cerrar la carpintería. Vive con su padre impedido y se cierne sobre ambos la ruina por confiar en un cliente –el promotor Pedrós–, en cuyos proyectos Esteban invirtió todos sus ahorros.

Rafael, en esta novela da la impresión de que no importe demasiado la trama, apunta Paco Goyanes. Y ciertamente es así, porque la narración no se sustenta tanto sobre un argumento como sobre la voz de Esteban y el resto de personajes secundarios. No en vano, con excepción de la primera parte de la novela: El hallazgo (apenas veinte páginas) narradas en tercera persona, el resto de la novela (más de cuatrocientas) se compone de una sucesión de monólogos interiores que alternan la voz de Esteban con las de los trabajadores de la carpintería o sus mujeres.  

¿Y qué es lo que contiene la voz de Estaban? Pues contiene sobre todo sus recuerdos, el pasado y presente familiar, algunas partidas de cartas con los amigos,  escenas de caza en el pantano que da título a la novela…

En tus monólogos destaca la oralidad, ¿cómo logras mimetizar las voces humanas en la prosa?, ¿vas por ahí escuchando, prestando atención a las conversaciones…? Esta vez soy yo quien formula la pregunta y noto a Chirbes inquieto. Las ideas parecen bullir en su cabeza.

Por supuesto que escucho las conversaciones -me responde-, pero no creas que la prosa es una mimetización de ellas. La literatura reelabora la realidad, y esa reelaboración lo que busca no es la realidad misma sino una “impresión” de realidad, lo cual es distinto… Y yo pienso que muy bien trabajada debe de estar esa reelaboración cuando la impresión producida por la prosa de Chirbes es la de estar escuchando voces reales, con una cadencia y una expresividad perfectas.

Y a partir de aquí me centro en el personaje de Esteban.

Han llamado mi atención las reseñas acerca de esta última novela de Rafael Chirbes. Los críticos, casi sin excepción, han sido muy favorables. Algunos han calificado En la orilla como una obra maestra. Pero tan rotundas palabras, en la mayoría de casos, no parecía coincidir con el entusiasmo mostrado por los reseñistas. ¿Qué ha ocurrido…?

La aparente contradicción quizá se deba al personaje de Esteban, un hombre taciturno, un hombre sin atributos, como lo califica la contraportada de Anagrama. Esteban parece sentirse fracasado cuando enjuicia su propia vida: le aburre el trabajo en la carpintería. Sin embargo nadie lo obligó a seguir a su padre, de quien heredó el negocio... También se siente fracasado en lo amoroso al haber dejado escapar a su novia, Leonor, quien termina casándose con su mejor amigo, Francisco Marsal. Sin embargo tampoco parece que Esteban hiciera gran esfuerzo por retenerla…

Sólo en contadas ocasiones a lo largo de la novela el taciturno Esteban parece vibrar: cuando conduce su todoterreno para cazar en el marjal, cuando recuerda a Leonor, cuando flirtea con Liliana -la colombiana que cuida de su padre-. Pero son momentos puntuales, diseminados a lo largo de cientos de páginas de monólogos interiores en los que predominan la insatisfacción y el tedio.

En cierto modo, Esteban es un personaje cainita. Abel sería su amigo Francisco Marsal, quien triunfa en la España socialista: es un afamado hostelero, editor de una revista de vinos, crítico gastronómico, viajero y, sobre todo, es el marido de Leonor. Esteban, en cambio, representa al buen hijo que sigue el negocio del padre, pero ni siquiera este último parece estar contento con él. Rafael Chirbes, como buen narrador, dota a Esteban de la necesaria ambigüedad. No aclara del todo las causas de su tristeza, de su inacción. 

El final de la novela me ha parecido ejemplar. Condensado en las doce páginas finales, lleva por título Éxodo, y supone un auténtico jarro de agua fría para el lector, tras tantas páginas de penurias de Esteban y de las familias de sus trabajadores, a quienes esperan el paro y la ruina. El desenlace encarna a la perfección la crisis económica, que se erige en la auténtica protagonista.

Pero En la orilla es ante todo una novela de voces: la de Esteban, la de sus trabajadores y la del promotor Pedrós. Todas ellas conforman la voz de Rafael Chirbes.  

viernes, 17 de mayo de 2013

Trazos de un viaje


(Sobre En la barrera, de Gabi Martínez, presentada por Antón Castro en la librería Cálamo el 26 de febrero. Con la presencia del escritor Manuel Vilas)



Sobre En la barrera, del escritor y viajero Gabi Martínez, puede decirse que relata un viaje a la Gran Barrera de coral australiana, pero tal afirmación no aclara gran cosa, porque En la barrera es  un libro-mosaico, una obra proteica compuesta de pequeños y múltiples fragmentos, tan cambiantes como las esquirlas de un caleidoscopio. 

El libro se inicia con un prólogo compuesto exclusivamente de citas, citas de autores célebres, como Charles Darwin o John Berger, pero también de gentes desconocidas, como un pescador, una tendera o un turista. Todos son importantes, todos desempeñan un papel, afirma Gabi Martínez; quien, a lo largo de su viaje, hará intervenir –sin carácter exhaustivo– a biólogos, a una jugadora de poker,  a geógrafos, a un experto en serpientes, a sociólogos, a marinos, a zoólogos, a un farsante, a arqueólogos, a una empresaria, a politólogos, a un ama de casa, a filósofos, a ecólogos, a aborígenes, a antropólogos, a teólogos, a un visionario y hasta a la presidenta de una asociación dedicada al golf.

En la presentación el autor viste un jersey mil veces lavado –probablemente en lavanderías de medio mundo–, unos vaqueros desgastados y unas zapatillas casual… Su look resulta franciscano. Aunque, como él afirma, todos tenemos un punto vanidoso, a todos nos gustan las marcas… Y se acaricia la patilla de sus gafas de montura negra de marca.

En Gabi Martínez conviven al menos dos escritores: el primero es un filósofo, el segundo un narrador. El filósofo es quien inserta las citas, quien especula con las parcelas de conocimiento antes referidas. Suele hacerlo a base de reflexiones breves, claras a la comprensión pero planteadas de un modo ambiguo, para que sea el lector quien trate de dar respuesta.

El Gabi Martínez filósofo es un escritor expansivo que se apasiona abordando cualquier cuestión intelectual. En la presentación nos habla torrencialmente sobre sus admirados Peter Matthiessen y Bruce Chatwin. Para él, ambos autores encarnan la “abstracción” en la literatura de viajes. Según afirma en el blog de Antón Castro, la literatura de viajes no debe ceñirse a: parto de un lugar – hago un recorrido – llego a un destino, sino que debe asemejarse más bien a una novela total en la cual todo tenga cabida. Y a este respecto nos cita Los trazos de una canción, una de las obras más experimentales de Chatwin, donde el inglés aborda a los aborígenes australianos y su costumbre de delimitar geográficamente lugares asociándolos con canciones. Metafóricamente, esas canciones son los trazos (las partes) de una única melodía, que no es otra cosa que su cultura.

Según el diccionario de María Moliner, trazos son las líneas que constituyen la forma o aspecto de una cosa percibida con la vista, o las líneas de que se compone la escritura. Pues bien, En la barrera está construida a base de trazos, pequeños fragmentos que se complementan y se aúnan hasta constituir esa novela total sobre la Gran Barrera de coral australiana, ese mosaico abstracto de voces, de ideas, de escritos. No en vano, del autor podría decirse lo que afirma un crítico de Babelia acerca de las Cartas de Chatwin, recientemente editadas: Todo le seduce, en cualquier cosa nueva ve un misterio al que enfocar sus invasivos ojos.

Pero en este punto dejo al filósofo y me centro en el Gabi Martínez narrador. A lo largo del libro, junto a las citas y reflexiones, se entremezclan narraciones breves, todas ellas relativas a personajes pintorescos que el autor va encontrando a lo largo de su periplo australiano. Los relatos se entrecortan y alternan, a modo de Colmena celiana, y al igual que las partes más ensayísticas del libro, se componen de breves trazos de inusual eficacia narrativa, a menudo ilustrados con fotos de los personajes o lugares donde se desarrolla la trama.

Nos encontramos, por ejemplo, con Kay Lin, una doctora que ama ser mordida por animales venenosos con el fin de comprobar los antídotos en su propio cuerpo. También con Paul Cazzotti e Ivana, cazadores furtivos de coral. O con Anna Baldellou, catalana que viaja a Australia para olvidar a un antiguo amor. Por no hablar de Mc Intosh, un ganadero acaudalado que colecciona corales. Todos ellos son personajes de “no ficción”.





En Cálamo, Antón Castro nos lee un capítulo del libro compuesto por una sola cita, que parece condensar el credo narrativo de Gabi Martínez. La cita es de Claudio Magris: Vivir, viajar, escribir. Acaso hoy la narrativa más auténtica sea la que cuenta, no a través de la invención y la ficción puras, sino a través de la toma directa de los hechos, (…) de esas transformaciones locas y vertiginosas que, como dice Kapuscinski, impiden captar el mundo en su totalidad y ofrecer una síntesis de él, permitiendo capturar, como el reportero en el fragor de la batalla, sólo algunos fragmentos.   

Pero si el Gabi filósofo se prodigaba en reflexiones, el Gabi narrador, al contrario, resulta elusivo y tiende a desaparecer de sus relatos, lo cual es curioso si tenemos en cuenta que se trata de un narrador-personaje, presente en lugar del relato. Es el propio autor quien explica esta actitud–una vez más en el blog de Antón Castro–: Yo soy una voz más de esa constelación, alguien que mira desde fuera y desea saber más. ¿Quién nos puede enseñar mejor? Los que viven allí. Mi experiencia de visitante es una anécdota al lado de su bagaje vital sobre aquella tierra.

Y siguiendo la premisa anterior, el autor se convierte en un espejo stendhaliano que se pasea por la escena australiana sin apenas mostrarse. Hasta tal punto alcanza la elusión de sí mismo que en un capítulo de los dedicados a Mc Intosh y Paul Cazzotti se “narra” en tercera persona: Un hombre español interrumpe la charla. Dice estar escribiendo sobre la Gran Barrera y como ha oído que hablaban de corales, bueno, le gustaría hacerles algunas preguntas, si están de acuerdo.

Resulta evidente que el autor no se interesa como personaje. Otro ejemplo: en Cairns, ciudad al norte de Australia cuyo calor y humedad invitan al sexo, el viajero coincide con un estrafalario personaje, un tasmano llamado Vogue que regenta un sex-shop. Ambos toman el sol frente a la laguna cuando Vogue pregunta al viajero: ¿Te gusta le sexo? El español elude de nuevo responder, dejando la pregunta en el aire, y cierra el pasaje en el plano teórico, afirmando: En Cairns es bastante normal que dos trotamundos, tras un fortuito encuentro de tarde, terminen sudando en la cama bajo las aspas de un ventilador. En general, los romances duran pocos días (…) Las estaciones (…) están  llenas de parejas que se abrazan y besan con mochilas y pasión.

Recordé el pasaje anterior al final de la presentación. Concluida ésta, Antón se dirige a los presentes, ¿alguien desea preguntar algo? Manuel Vilas rompe el silencio y pregunta a Gabi Martínez –con una media sonrisa– si se ha enamorado alguna vez en el curso de sus viajes. Por supuesto, puede no contestar…  Y el caso es que el viajero barcelonés se toma esta última licencia, ya que evita responder y, a cambio, nos perora otra teoría sobre la idea de viajar. Una vez más, como en la playa de Cairns, el narrador ha mutado en filósofo.

Ya es de noche cuando salimos de Cálamo. Gabi nos cuenta que en una semana parte hacia Nueva Zelanda, donde se centrará en buscar vestigios del moa, una especie de avestruz autóctona extinguida hace cinco siglos; y como afirma nuestro común amigo, Use Lahoz, volverá con otro libro de viajes bajo el brazo. Entre tanto, Ana Cañellas me ha animado a tomar una cerveza con el grupo, y caminamos por las calles vacías de Zaragoza, el asfalto humedecido por la lluvia.

Parábola del jardinero Goldman


(Sobre Di su nombre, de Francisco Goldman, presentada por Antón Castro en la librería Cálamo el 28 de enero. Con la presencia del editor Eduardo Rabasa)


Leí la novela Di su nombre, de Francisco Goldman convaleciente de una gripe, días antes de su presentación en la Librería Cálamo. Mientras pasaba las páginas del libro estornudaba, me abrochaba el batín de lana, bebía zumo de naranja… Durante varios días el mundo exterior no existió y me introduje por completo en el libro y en la vida de sus protagonistas. Di su nombre es el relato de una enfermedad moral: del amor que se apodera por completo de Francisco Goldman, y de la muerte de su amante, Aura Estrada, la cual le produce una larga y dolorosa convalecencia, cuya terapia es la propia novela. Casualmente, cuando terminé de leer mi gripe se había curado.

Goldman llegó a Cálamo acompañado de varias personas, entre las cuales se encontraba su editor, Eduardo Rabasa. También observé a un par de mujeres mejicanas, una de ellas muy joven, con el pelo negro, brillante y sedoso. Vestía una parka de plumas hasta la rodilla que de inmediato me recordó un pasaje de la novela: Aura (…) en Brooklyn tenía que moverse en metro (…) a través de un laberinto de (…) largos túneles que en invierno estaban helados (…) Por fin la convencí de que me dejara comprarle una de esas parkas con capucha (…) para envolverla desde la cabeza hasta un poco más abajo de la rodilla (…) en nailon (…), inflado por las plumas de ganso.

Pero la chica mejicana desapareció entre el público y mi atención se centró en Antón Castro que llegaba a toda prisa, vestido con traje claro y sombrero, para presentar a Goldman –su atuendo me recordó vagamente a Ramón J. Sender–. Castro tuvo el acierto de comparar Di su nombre con otra novela de duelo: El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, autora en boga gracias a las nuevas traducciones de Javier Calvo editadas por Mondadori.

–Durante meses, tras la muerte de Aura, estuve todo el día borracho. De madrugada, mis amigos se turnaban para acudir a recogerme a los bares –afirmó Goldman–. Con esta frase condensaba su desazón por la pérdida de la mujer amada. Y es que Goldman apenas habló de sí mismo, sino de Aura: de la familia de Aura, de los pruritos literarios de Aura, de su primer encuentro con Aura, de su añoranza de Aura… Hasta tal punto que el autor de la novela parecía desaparecer en aras de su personaje.




Goldman me sugirió la parábola de un jardinero en cuyo jardín hay un rosal con una única rosa. La riega todos los días, la abona con sobrecitos de hierro, arranca la maleza que crece a su alrededor… Una mañana, el jardinero se levanta y su rosa ya no está en el jardín. Alguien la ha cortado por el tallo durante la noche.
Lo que más me admira de Di su nombre es su estructura temporal. La novela tiene tres tiempos narrativos, los tres anclados en el pasado. Existe, en primer lugar, un momento “cero” que es el accidente en las playas de Oaxaca y la muerte de Aura en un hospital de Méjico DF. El relato abarca los cuatro años anteriores y los cuatro posteriores al accidente: los primeros, marcados por la felicidad irrecuperable de la vida conyugal; los segundos, en la soledad del duelo y del luto. La narración, elíptica, va intercalando escenas anteriores y posteriores a la muerte de Aura, avanzando y retrocediendo en el tiempo, en una suerte de ir y venir que recuerda a las olas, o a las corrientes marinas. Hasta culminar en el clímax del accidente. 
–Han sido cinco años terribles –afirma Goldman–, pero ahora ya está. Ha pasado el duelo y, afortunadamente, vuelvo a estar enamorado.
Mientras me dedicada la novela, le conté a Goldman lo mucho que me había gustado la estructura de Di su nombre y no pudo evitar sonreír. Qué bien, se regocijó, entonces a ti te voy a dibujar un ajolote. Hasta ese momento había dibujado girasoles -la flor preferida de Aura-, pero conmigo cambió la temática de sus dedicatorias. El ajolote es una especie de renacuajo autóctono de Méjico. Se exhibe en el acuario del Jardin des Plantes de Paris. Julio Cortázar le dedicó un cuento en el cual un hombre contemplaba absorto el acuario y terminaba por convertirse en ajolote. Era el cuento preferido de Aura.
Con el ejemplar firmado, acudí a donde estaba Eduardo Rabasa y lo felicité por su labor editorial en Sexto Piso. En particular por la publicación de Los pájaros amarillos, de Kevin Powers. Paco Goyanes nos había servido unos cariñenas y Eduardo y yo continuamos hablando con Carmen Serrano de la recuperación de autores olvidados, en particular de El coleccionista de John Fowles, también editado por Sexto Piso.

Hasta tal punto nos metimos en conversación que, cuando nos dimos cuenta, la librería se había quedado vacía. Eran las nueve y pico de la noche y Francisco Goldman caminaba de una estantería a otra. Había encontrado un ejemplar en caja de la Trilogía de la Frontera, de Cormac Mc Carthy y estaba entusiasmado. Esto sí es buena novela, aseguró con su acento inglés, ¿Cómo se llamaba la primera parte…? Yo le apunté: Todos los hermosos caballos. ¡Eso, muchas gracias!, respondió, y se alejó a zancadas hacia el fondo de la librería.

Entonces yo abordé a Sergio del Molino, a quien quería conocer hacía tiempo. Hablamos de las dificultades de publicar en las grandes editoriales, de cómo él lo había publicado en Mondadori. El caso es que mientras conversaba con Sergio no puede evitar mirar de soslayo a Goldman. Seguía al fondo de la librería con la chica mejicana, la de la parka hasta las rodillas; la del pelo negro, brillante y sedoso. Oí cómo le susurraba con su acento inglés: Esto sí es buena novela, debes leerla… y, acto seguido, la besaba en los labios. 

Y entonces ideé el final de mi parábola: en el rosal del jardinero Goldman permanecía el tallo cortado, pero había crecido una nueva rosa.







El malestar de los escritores


(Sobre Un estado del malestar, de Joaquín Berges, presentada por Iguazel Elhombre en la librería Cálamo el 25 de octubre de 2012)



Recientemente, Anagrama ha publicado una biografía de Miquel Barceló, obra de un joven norteamericano. Al parecer, el pintor permitió al muchacho convertirse en su sombra a lo largo de una serie de meses con el fin de que comprendiera su arte. Según cuentan las críticas, en un pasaje del libro, el joven pregunta a Barceló: Oiga, usted… ¿por qué pinta? Y el mallorquín le responde: Porque la vida no basta… La frase resultó tan rotunda que se convirtió en el título de la biografía.

¿Quiere decir lo anterior que el artista no disfrute de otros aspectos de la existencia, como la familia, los amigos o el trabajo? No lo creo así. De hecho, suele suceder al contrario: la familia, los amigos o el trabajo constituyen un asidero, una tabla de salvación para la mente creativa. 

En mi opinión, lo que Barceló pretendió decir es que todo lo anterior no es suficiente. Al comienzo de la presentación de Un estado del malestar, Joaquín Berges expreso la misma idea de un modo distinto. Ante una pregunta de la periodista Iguazel Elhombre, afirmó: Alguien totalmente feliz no escribiría ni una sola línea.
¿A qué obedece esa infelicidad, esa insuficiencia de la vida cotidiana que experimenta el artista, el escritor…? Para dar respuesta a esta pregunta podemos acudir al mito bíblico -y barojiano- del árbol de la ciencia. Y es que en su condición de intelectuales, los artistas, los escritores cometen el pecado de buscar respuesta a cuestiones vitales o estéticas que, a menudo, no la tienen.
Hace un mes, en otra presentación organizada por Cálamo, la de Las leyes de la frontera, Javier Cercas afirmaba que todas sus novelas se inician con una pregunta. A lo largo de sus páginas la novela trata de dar respuesta a esa pregunta, para concluir que, en realidad, nunca hubo respuesta.

He leído las tres novelas publicadas por Joaquín Berges hasta la fecha, lo cual me confiere cierta perspectiva sobre sus constantes temáticas y su evolución como escritor. En cuanto a las constantes temáticas, destaca el interés de Joaquín por la idea de la metamorfosis. Todos los protagonistas de sus novelas: Francho, de El club de los estrellados; Luis, de Vive como puedas y Ricardo Marco, de Un estado del malestar, comparten el descontento consigo mismos y la voluntad de ser distintos, de cambiar unas vidas con las que se sienten insatisfechos. Y este proceso de cambio, en la narrativa del autor, se desarrolla literariamente a través del melodrama y la comedia.
Respecto a la evolución de Joaquín como escritor, considero Un estado del malestar su mejor novela publicada hasta la fecha, la más madura. Desde el punto de vista estructural, el autor ha sabido alternar el ritmo trepidante de la trama con momentos más sosegados, en los cuales, el protagonista y narrador en primera persona, Ricardo Marco, aúna las reflexiones sobre su propia vida con la crítica social.
Ricardo Marco es un cínico desencantado, un cincuentón que contempla su vida con impiedad: es ejecutivo de unos grandes almacenes, trabajo por el cual gana un magnífico sueldo, y sin embargo no cree en las marcas, detesta la artificialidad del marketing, abomina del consumismo… Todo ello le produce un profundo malestar y un anhelo de cambiar, de metamorfosearse y ser otra persona. Y esa posibilidad se la conceden los vendedores ambulantes del mercadillo ubicado junto a los grandes almacenes. En el mercadillo, Ricardo se reencontrará con el amor y la amistad.
En otras ocasiones le he escrito a Joaquín lo mucho que me recuerda su narrativa al cine de Pedro Almodóvar, y a uno de los maestros del manchego, el hollywoodiense  Douglas Sirk. Todas las novelas de Berges abundan en la comedia y el melodrama: hay en ellas enfermedades incurables, rupturas familiares, abandonos del hogar; y todas estas desgracias se alternan con escenas hilarantes, como si la risa fuera una especie de catarsis entre tanto patetismo.

En mi opinión, la superioridad de Un estado del malestar respecto de las novelas anteriores radica en que el melodrama y la comedia ya no se alternan, sino que se han disuelto el uno en la otra del modo más sutil, configurando una especie de humor negro. Si en las novelas anteriores a una escena patética seguía otra cómica, ahora lo patético y lo cómico aparecen inextricablemente unidos, síntoma de la madurez del estilo.
Lo único que me ha llamado la atención de Un estado del malestar es la rotundidad del final, que por supuesto no desvelaré… De todas maneras, y a modo de mensaje en clave para quienes ya hayan leído la novela, diré que si el “malestar” de Ricardo Marco tuviera solución, el remedio sería sólo momentáneo. En el seno de la nueva vida de Ricardo el malestar reaparecería, y le obligaría a metamorfosearse de nuevo; porque el malestar que le aqueja no es sólo suyo, sino que es el de Joaquín Berges, y el de Miquel Barceló, y el de Javier Cercas, y el de todos los escritores de verdad, cuyo tacha consiste en hacerse preguntas demasiado complicadas sobre la vida que a menudo no tienen solución. Cito de nuevo a Joaquín: Alguien totalmente feliz no escribiría ni una sola línea.

Las novelas ocurren en la mente del lector


(Sobre Las leyes de la frontera, de Javier Cercas, presentada en el teatro Principal el 17 de octubre de 2012. Con las intervenciones de: Rafael Campos, Pedro Santisteve, Antón Castro y Paco Goyanes)



En su Diario de un genio, Salvador Dalí escribió: A lo largo de mi vida, rara vez me he envilecido hasta el punto de vestirme de paisano, siempre voy “de uniforme de Salvador Dalí”. Pues bien, otro gerundense célebre, Javier Cercas, es la antítesis del pintor: Cercas se viste de paisano. 

Unos días antes de que la librería Cálamo presentara Las leyes de la frontera en el teatro Principal, buscando información sobre la novela, me topé con un artículo de La Vanguardia. Incluía una foto de Cercas en el snack-bar de José y Juan, situado La Font de la Pólvora -barrio de Gerona donde se desarrolla buena parte del argumento-. Acodado en la barra de formica gris, el escritor se confunde con el ambiente: con el botellín de Vichy Catalán, con las pilas de monedas de la tragaperras, con el rollo de papel de cocina o el microondas amarillento. A su derecha, un camarero sonriente y un parroquiano receloso miran de reojo a la cámara. Y Javier Cercas se confunde con el ambiente salvo, quizá, por un pequeño detalle: las gafas de montura negra.

Existe una dicotomía en el personaje Cercas: por un lado están su cuerpo y su vestimenta; por otro lado, las gafas de montura negra. El cuerpo y la vestimenta conforman al paisano. Las gafas de montura negra son el uniforme de intelectual. Pero en la presentación de Cálamo es el paisano quien predomina.

Cercas comienza quejándose de los focos del teatro Principal, los cuales le impiden ver al público. De pronto, como por arte de magia, las arañas de los palcos se iluminan suavemente. El escritor presiente que “ha terminado” la función, y se relaja. Del modo más campechano, agradece a Paco Goyanes y a Antón Castro que le hicieran caso cuando no le hacía caso casi nadie. A continuación comienza a glosar los comentarios del penalista Pedro Santisteve, acerca de la heroína y los quinquis en los años ochenta.

La primer parte de Las leyes de la frontera: Más allá, relata las peripecias de la banda del Zarco, un grupo de delincuentes juveniles adictos a las drogas. El argumento recuerda a todas aquellas películas que abordaron el tema a partir de finales de los setenta: Perros Callejeros, de José Antonio de la Loma; Deprisa deprisa, de Carlos Saura; El pico, de Álvaro de la Iglesia… 

En cambio, la segunda parte, Más acá, nos  desvela lo que les sucedió a los protagonistas de todas aquellas películas después  de que en la pantalla apareciese la palabra Fin. Y el tránsito de la primera a la segunda parte también supone un giro temático: la novela deja de ser una novela de quinquis para convertirse en una historia de amor: la de un charnego de clase media –el Gafitas– y una quinqui y femme fatale en toda regla –la Tere.

Las leyes de la frontera me ha parecido una novela recomendable a todo tipo de lectores. Está escrita en un lenguaje sencillo –aunque sólo quien haya tratado de escribir una novela entenderá la dificultad que entraña dicha sencillez, fruto de múltiples reescrituras–. La simplicidad de la prosa permite al lector transitar por la trama y los personajes casi olvidando que lee, y convertir la lectura en una experiencia vital. Es en estos ámbitos donde se debate la literatura de Javier Cercas, un narrador de la estirpe de Tolstoi, mucho más fabulador que esteticista.

¿Y cómo consigue el autor que la lectura de sus novelas tenga ese carácter participativo del lector, que el lector las “viva”? En opinión de Cercas la literatura tiene que ser ambigua, las novelas no deben transmitir toda la información acerca de la trama y los personajes, sino que deben ir dejando huecos para que sea el cerebro del lector quien los rellene... De ahí que en una reciente entrevista concedida a la revista Mercurio, el novelista afirme: Las novelas no suceden en la página escrita, suceden en la mente del lector.

Respecto de lo anterior se me ocurre un símil que espero resulte ilustrativo: el del viajero y el turista. El turista lo sabe todo sobre su viaje: las ciudades que visita, cuándo llega, cuándo se marcha; dónde duerme, dónde come. Llega un momento que la facilidad hace que la rutina se apodere de él. En cambio, el viajero sabe más o menos a dónde va, pero desconoce los hoteles, los restaurantes, no sabe si llegará en autobús o en tren, ni tampoco a qué hora; puede encontrarse con incomodidades… Pero son precisamente esos riesgos y esa falta de información lo que hace que el viajero se implique mucho más en el viaje que el turista, lo que hace que su experiencia viajera sea más intensa. Concluyendo: leer al autor de Las leyes de la frontera es viajar y no hacer turismo.


Pero ahora debo volver al teatro Principal, porque las gafas de montura negra se han adueñado del cuerpo y de la vestimenta de Javier Cercas. El novelista ha dejado de responder las preguntas de Antón Castro y comienza a perorar su teoría del Punto ciego: Todas las novelas tienen un punto ciego…, afirma. Es ese aspecto de la trama que ni el autor ni el lector terminan de entender y que, sin embargo, constituye la esencia del argumento y el mensaje de la obra. El Punto ciego es sinónimo de búsqueda, de pregunta que el novelista se hace a sí mismo y trata de responder hasta el final de la narración sin obtener nunca la respuesta.

De pronto, las reflexiones de Cercas me recuerdan otras de Tolstoi que leí hace años en ABC y copié apresuradamente en un documento de Word. Según el ruso: Una verdadera obra de arte –la que transmite– solo es posible cuando el artista busca, intenta… El artista, para poder influir en los demás, debe buscar (…) Si ya lo ha encontrado todo, si lo sabe todo y adoctrina o se divierte deliberadamente, no ejerce ninguna influencia. Solo si busca, (…) el lector se unirá (…) a él en su búsqueda.

Y no quiero desvelar ningún dato más, baste decir que la Tere es, en mi opinión, el punto ciego de Las leyes de la frontera. Y quien quiera entender de qué estoy hablando, que lea ya, sin demora, Las leyes de la frontera y disfrute de la gran literatura.

jueves, 16 de mayo de 2013

Literatura democrática


(Sobre Un buen detective no se casa jamás, de Marta Sanz, presentada por Manuel Vilas y Sergio del Molino en la librería Cálamo el 15 de marzo de 2012, con la presencia del escritor Carlos Castán)



Nada más salir de Cálamo, ya deseaba comenzar a leer la nueva novela de Marta Sanz. Me atrajo en su día Black, black, black, y también soy lector de sus artículos en El Cultural, Mercurio, Babelia… Un par de días más tarde, sentado en el comedor de mi casa, en medio del barullo familiar, logré abrir el libro, leí un par de páginas y no entendí apenas. Recordé de inmediato mi pregunta, y la respuesta de Marta Sanz durante la presentación:

-¿Te consideras una escritora exigente con el lector?
-Mucho. Para mí un libro no es un bien de consumo, yo no tengo porqué “satisfacer” al lector…

Era evidente que su prosa requería toda la atención posible, así que comencé a leer de nuevo, esta vez a puerta cerrada, rodeado de silencio. Y entonces sí logré concentrarme, pero a pesar su evidente calidad literaria el texto me resultó inaprensible… Recuerdo que cogí el bolígrafo y escribí al pie de la página 27: excesiva carga metafórica,  y encerré la novela en un armario.

Pero no logré olvidarme de ella: por un lado, había prometido a la autora comentarle su novela; por otro lado, durante la primavera se sucedieron las críticas favorables a Un buen detective no se casa jamás. Todo ello me indujo a pensar que quizá me hubiera precipitado al abandonar la lectura, además de mantenerse intactas mis ganas de contactar con Marta Sanz, siquiera para expresarte mis discrepancias.

Es cierto que los juicios de los lectores están teñidos de subjetivismo. Pero, al fin y al cabo, ¿qué queda del escritor una vez ha publicado un libro? La respuesta es: nada. Sólo un montón de papel. Lo que cuenta es la experiencia vivida por el lector al recorrer sus páginas. Así que comencé por tercera vez a leer Un buen detective no se casa jamás en el Pirineo, durante los gélidos amaneceres de comienzos de julio.

Vuelvo a las palabras de Marta: Para mí un libro no es un bien de consumo, yo no tengo porqué satisfacer al lector…, y las aderezo con otras en las cuales venía a decir que Un buen detective… era una novela política, al tiempo que nos expresaba su compromiso ideológico con la izquierda. No sé si me equivocaré pero deduje de todo ello que rechazaba la llamada literatura popular, o best-seller, en aras del mérito intelectual a la hora de escribir / leer.

Pues bien, por seguir con el símil ideológico, debo confesar que yo concibo la novelística de forma opuesta. En mi opinión las novelas deben ser “democráticas”: escribirse para la mayoría de lectores, y ser susceptibles de resultar elegidas y leídas por esa mayoría, sin abandonar por ello la calidad literaria. En este sentido me aproximo al ideal cervantino de enseñar deleitando. Rechazo de plano todo procedimiento narrativo que aleje al lector de la comprensión y continuidad de la trama, o de su identificación con los personajes. Admito que esto conlleva ciertas limitaciones. Y pondré un ejemplo...

Hace unas semanas la propia Marta Sanz reseñaba en El Cultural una novela mítica: Dos días de septiembre, de Caballero Bonald. Todavía recuerdo cuando la leí en mi juventud. Subrayaba las palabras que no entendía y a continuación las buscaba en el diccionario, deseaba enriquecer mi vocabulario. Pero resultó que, a cada página, me vería obligado a consultar 4 o 5 palabras. La mayoría estaban relacionadas con el mundo del vino o de las bodegas jerezanas. 

Al cabo, sucedió lo inevitable: dejé de buscar palabras cuyo significado no resultaba necesario para la comprensión del argumento. No es que hubiera mermado mi interés por conocerlas, sino que deseaba zambullirme en la narración, vivir las cuitas del protagonista, y las continuas interrupciones me lo impedían.

Hoy en día apenas recuerdo el léxico vitivinícola y jerezano de Dos días de septiembre, sin embargo no he podido olvidar la trágica muerte del protagonista, aplastado por un tonel, o una prensa… -ya no recuerdo-, un final tan enmarcado en el realismo social.

Si Caballero Bonald hubiera utilizado un lenguaje más común, ¿no hubieran sido sus palabras mucho más efectivas en mi imaginación? ¿Qué pretenden los narradores cuando cuentan una historia? Por invertir el sentido de las palabras de Marta le diré que, en este punto, Caballero Bonald no me satisfacía como lector.



Una de las palabras que me obligó a buscar en Google Un buen detective no se casa jamás fue riurau, pero ¡tranquila Marta!, no voy a afearte lo mismo que a Caballero Bonald. Al contrario, cuando vi en internet fotos de riuraus, me pareció magnífica la idea de encerrar a todos los personajes en ese microcosmos aislado en el campo. La novela tiene un cierto parecido con Dos días de septiembre, porque si ésta explota cierto costumbrismo andaluz, la de Marta Sanz hace lo propio con lo valenciano. Y en su caso puedo afirmar que ese costumbrismo enriquece y contribuye a crear una atmósfera rica y densa que impregna todo el relato.

Coincido con la autora en que la novela denota una cierta visión política que aparece entreverada con ese costumbrismo y se centra sobre todo en el personaje de Amparo Orts: la especulación inmobiliaria, los ricos que hacen y deshacen, como si fueran inmunes a todo cambio político o social, porque saben que ellos “siempre van a estar ahí”. En este sentido la novela me resulta gatopardesca: todo cambia, para que todo siga siendo lo mismo.

El argumento de la novela se resume rápido: el detective Arturo Zarco llega al riurau de Amparo Orts a pasar unas vacaciones de la mano de su amiga Marina Frankel, sobrina de Amparo. Allí se entretejerán sutiles tramas sentimentales. Entre tanto, Arturo Zarco oye en su interior la voz de su exmujer, Paula Quiñones.

Cuando avanzaba en la lectura me daba cuenta de que el universo cerrado del riurau se asemejaba a una colmena, donde Amparo era la abeja reina, Marcos Cambra –su novio y podólogo– era el zángano, y las hermanas Frankel y la criada Charly las obreras. Me lo sugirió ese inmovilismo, esa especie de organización social autónoma perdida en medio del campo, en la cual el tiempo parecía perder su sentido. El lector pronto percibe que esos días de verano no terminarán, ya que el tempo narrativo se impone al transcurso del tiempo y hace que éste adolezca de una morosidad sin límites. Pronto Zarco se verá a sí mismo inserto en esa sociedad aislada, como si fuera un zángano más, y su único recuerdo de la realidad, su asidero, será la voz de su exmujer Paula Quiñones, que sirve de contrapunto a lo irracional, reinante en el riurau.

Podría establecerse un paralelismo entre el trabajo (único sentido de la vida de las abejas), y los sentimientos femeninos de las protagonistas. Ellas parecen expresar su sentir al igual que las obreras trabajan, de un modo instintivo. Y ese sentir, como apuntaba Manuel Vilas en Cálamo, tiene mucho que ver con el sexo. Hay en todos los personajes femeninos una sensualidad apuntada y no del todo resuelta.

Costumbrismo, irracionalismo, simbolismo, sensualidad… Debe reconocerse como un logro del estilo de Marta Sanz. Cuando llegué al final de “Un buen detective no se casa jamás”, no me sorprendió en modo alguno lo inverosímil de su desenlace. De hecho, me pareció el único desenlace posible, porque una sociedad cerrada e instintiva como la de las abejas nunca puede evolucionar, sólo puede continuar o destruirse.

El estilo de la novela se caracteriza por el uso de la metáfora. El problema es que las metáforas de Marta Sanz no  suelen ser visuales sino especulativas. Comprenderlas exige a menudo detener la lectura y releer. O bien requiere disponer de un nivel cultural por encima de la media. El problema no es tanto el elitismo que esto conlleva, sino que el mero hecho de parar en la lectura interrumpe el curso narrativo. No es que no se entiendan el argumento o los personajes, sino que falla su visualización, su cercanía con el lector.

Las metáforas son un modo indirecto de acceder a la realidad. Para que funcionen como recursos narrativos se requiere proximidad entre lo figurado y lo real. En cambio, con las metáforas de Un buen detective… sucede algo parecido a lo que ocurría con el léxico vitivinícola de Dos días de septiembre. Caballero Bonald obligaba a parar de leer y buscar en el diccionario. Marta Sanz nos obliga a parar la lectura y  pensar.

En conclusión, me encantan el ambiente, los personajes y el argumento de la novela. Atesoran esa originalidad advertida unánimemente por la crítica. Mi única objeción a la novelística de la autora es la intensidad en el desarrollo de su estilo. Me recuerda ciertos comentarios que hizo John Ford sobre el uso de los primeros planos. Afirmaba algo así como que, si un director abusaba de ellos, perdían su valor expresivo, que no era otro sino llamar la atención del espectador, enfatizar. El hecho de que Ford empleara tan pocos primeros planos hacía que fueran mucho más significativos.

En el caso de Marta Sanz, si tal cantidad de metáforas se convirtieran en una narración directa de la realidad, quizá su estilo no dejará de ser el mismo y, sin embargo, cobraría un mayor valor expresivo para el lector, al no esforzar tanto la mente lectora.

Concluyo con mi idea sobre una novelística “democrática”, a la cual aludía al principio: el narrador debe escribir para una mayoría de lectores novelas susceptibles de ser comprendidas por esa mayoría. Todo ello sin renunciar a la calidad literaria. Pero rechazando de plano procedimientos narrativos que lo alejen del lector. De no hacerlo así, de dirigirme a una minoría cualificada de lectores, practicará una novelística “aristocrática”.

La semana pasada, en un artículo de El Cultural a propósito de William Faulkner titulado: Un maestro inservible, Ignacio Echevarría citaba a Theodor Adorno, quien alertaba sobre la rebaja del pensamiento que conlleva el sacrificio de la complejidad sintáctica; la claudicación implícita (…) en las pretensiones de claridad que profesan tantos escritores modernos. Yo, muy al contrario, opino que la inteligencia consiste en expresar pensamientos complejos del modo más simple.